Era un pájaro silvestre en un jardín zen, mínimo, que da a la calle. Quería aprender a volar y daba brinquitos, tratando de darle fuerza a su aleteo, pero no levantaba más de cincuenta centímetros del piso. La parvada a la que -creo- pertenecía, lo observaba agitada desde los cables de la compañía de electricidad.
Ahora sí hay pájaros en el alambre, pensé. Y cuando el pájaro niño me vio, o me percibió, se fue de salto en salto a ponerse junto a unas cajas de cacharros abandonados.
En algún momento pensé en tratar de ayudarlo a volar; pero no quería que mis torpes manos lo lastimaran. Le llevé un poco de agua para alentarlo a beber y que siguiera en la prueba de incorporarse nuevamente a su parvada. Sin embargo, no hizo ningún intento por moverse. Parecía estar invadido por ese terror al mundo que pone a las víctimas en el lugar preciso.
Se me ocurrió mover ligeramente la caja junto a la que estaba el pájaro y entonces me di cuenta de que él mismo se había recargado tanto en ella, que su cola había quedado debajo de la caja. Al sentirse liberado, voló un tramo corto para meterse debajo de un auto estacionado, como queriendo protegerse.
La parvada, arriba, en los cables de la electricidad, transformó su piar en un nervioso chillido, quizá porque el polluelo había desaparecido de su alcance.
Me tiré al suelo imaginando el modo de hacer que el pájaro tonto (¡pobrecito pequeñuelo!) tuviera el valor o la pericia de levantar el vuelo. Al cabo de unos minutos decidí que no podía interferir en la ley de la naturaleza y deseé que los líderes de su parvada fueran a rescatarlo.
Me paré y entré al lobby del edificio TribuAmericas para recoger la correspondencia basura que hace que todavía funcione el servicio de correo. Abrí los sobres y revisé sus contenidos. Rompí rápidamente todos los papeles, para no dejar información confidencial a la vista, y los puse en un cesto. Regresé al estacionamiento, donde también está el contenedor de basura y lo primero que vi fue al gato rubio y mimoso que siempre se pasea por los techos en la parte trasera de las construcciones, salir debajo del automóvil estacionado.
¿Y tú, cómo diablos llegaste aquí?, le pregunté como si de verdad me entendiera.
Mi amigo imagi-gato se deslizó tranquilamente hacia el portón. A diferencia de otras ocasiones en las que al mirarme, ronronea mimoso, el gato me lanzó una mirada empoderada, un tanto soberbia y con un ligero toque de desprecio, que me dejó pasmada. El gato de los ojos verdes brincó despacio la reja que está encima de la barda que sostiene el portón y antes de desaparecer con paso majestuoso por la acera, volteó a verme y maulló hipócrita.
En ese momento, la parvada dejó de chillar, formó una flecha aérea y se perdió en el cielo. ♥